• 28 de marzo de 2024, 13:06
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Alcira Argumedo y el destino de las ciencias sociales argentinas

Por Horacio González*


Sociología y cuestión nacional

Es difícil saber lo que es hoy la sociología, la ciencia de la “sociedad moderna, industrial, de masas, de las tecnologías”, es decir, es difícil saberlo porque su objeto es escurridizo y a la vez no se niega a las auscultaciones estadísticas. Alcira Argumedo entró a la carrera de sociología en 1960 -espero ser exacto en las fechas, no estoy revisando papeles sino solamente recuerdos personales, y la carrera estaba en su lozanía. Todavía su creador, Gino Germani, no había comenzado a hacer planes para retirarse del país que le dio refugio, disconforme ante el crecimiento de las izquierdas, los ámbitos de militancias armadas, la crítica a la sociología que él llamo “científica”, y que preveía casi exclusivamente lecturas de sociólogos norteamericanos amigos suyos -no desdeñables, como Lipset-, y no a Franz Fanon, el martiniqueño que iba ganando las voluntades lectoras del momento.  En vez de la “estratificación social” y los “procesos de modernización” o los diversos tipos de “racionalizada de la acción”, apareció súbitamente, de la mano de la ya instalada “teoría de la dependencia”, la “cuestión nacional”. Un súbito cambio de intereses bibliográficos. Cuando entré a la carrera, Alcira ya estaba tentada por la cuestión nacional que en el marxismo tenía largos antecedentes, y que se reforzaba entre nosotros por las incipientes lecturas de Rodolfo Puiggrós o Juan José Hernández Arregui, donde siempre aparecía mentada una insólita presencia en el II Congreso de la III Internacional, un argentino que había escuchado el discurso de Lenin sobre la “autodeterminación de los pueblos”.

Era Manuel Ugarte, figura esencial y compleja, un rubéndariano, conferencista latinoamericano, miembro del parrido socialista argentino que quiebra varias veces la relación con Juan. B. Justo por su promoción vigorosa de la mencionada cuestión nacional. Había un privilegio en ella que tarde o temprano se fusionaría en el proletariado, pero primero había que tratarla denunciando de qué manera gobiernos imperiales subordinaban continentes enteros, convirtiéndolos en meros productores de materias primas. Todos estos podrían haber sido uno de los tantos temas histórico-políticos que se estudian en las universidades. Aquí esbozaremos muy sumariamente de qué manera fueron temas que tomó la Carrera de Sociología, pero con la siguiente aclaración. Se trata de ver como ella estudió menos esos temas de lo que esos mismos temas la estudiaron a ella y la reconvirtieron por dentro en una materia dúctil y aún hoy inquietante. De esa transmutación surgió Alcira Argumedo.

Germani

Solo una gran conmoción social, donde las expectativas ya experimentadas y los destinos más o menos configurados ya no garantizan itinerarios de vida, puede comprenderse el gran vuelco que se produjo en la carrera fundada por Germani. No es que éste solo practicara el monolingüismo del “pasaje a la sociedad secularizada”, o los “efectos de demostración” en las sociedades de consumo. Estaba atento a su formación estadística, a su complacencia con el funcionalismo, pero también no era ajeno a ciertos reflejos de la escuela de Frankfurt y a la lectura de Simone Weil. A esta sociología, Germani no le hurtaba por completo cierta vocación humanista que traía de su militancia socialista en Roma. Estaba dispuesto a aceptar una izquierda sociológica, que le agregara toques de izquierda a Durkheim -como entre tantos a otras cosas hizo Gramsci-, o que volcara el sistema social del funcionalismo norteamericano al estudio de la marginalidad o de la “pobreza estructural”. Pero el desafío venía de otro lado, y era de corte cognoscitivo, o para decirlo más estruendosamente, portador de motivos epistemológicos. Es decir, los nuevos aires apuntaban a cuestionar los cimientos fundadores de la razón sociológica, encarnada en el encadenamiento hereditario de Saint Simon, Comte, Durkheim, Weber y Parsons. (Ya Wright Mills había hecho lo suyo, aportando serias dudas sobre las tramas sistémicas de Parsons) y hacían entrar por la puerta grande a aspectos historicistas y comprensivitas de la acción social, que llevaban a ponderar tanto la idea de nación como la de voluntad de acción subjetiva con distintas capacidades de objetivación.

El golpe de Estado de Onganía de 1966 significó mucho para las ciencias sociales, si no es que hubo de significar mucho más para la consolidación de las organizaciones armadas que ya tañían en una sociedad donde la existencia de una latencia peronista en todos sus poros, reclamaba por una interpretación más sistemática (para emplear en concepto parsoniano, que luego Habermas y Luhmann tomaron mucho mejor pero más rígidamente). El vacío que se creó por la renuncia de los profesores que en 1955 habían refundado la Universidad con las nuevas ciencias sociales, la psicología, los decisivos enfoques en las ciencias físico matemáticas y microbiológicas, generó varias situaciones inesperadas. Había que reemplazar a casi mil profesores de gran nivel -el nombre de José Luis Romero brillaba, fue el primer rector luego del 55-, dentro de un elenco donde se hallaban Silvio Frondizi, Manuel Sadosky, Telma Reca, Rodríguez Bustamante, Rolando García, Gregorio Klimosky, Fernández Long. Era la Universidad neo reformista de la izquierda liberal que acusaba al peronismo de retraso cultural y controles ideológicos en las áreas de los altos estudios. Particularmente en las materias de sociología -no existía la carrera-, creada recién en 1957, en un acuerdo entre Romero y Germani.

Ciertamente, la sociología tenía desde principios del siglo XX antecedentes tan decisivos como los de José Ingenieros y Ernesto Quesada, que fueron desatendidos por no ser “científicos” en la nueva etapa que se abría. Este error fue acumulando sucesivas deficiencias en la orientación de la reluciente carrera. Aquellos eran desde luego, sabios positivistas, todo lo que se quiera, pero sus intervenciones no podían ser ignoradas o relegadas al “rincón del vago” de la historia. Además de lo grave de ignorarse el ensayo social, tan poderoso en el país, cuyos nombres, por ser obvios, ahorraremos aquí.

Antes de la creación de la Carrera de Sociología

¿Qué se estudiaba en materia sociológica durante los últimos años del peronismo clásico? La materia estaba a cargo de Tecera del Franco en la Facultad de Derecho y la orientación principal podría encontrarse en las enseñanzas de Hans Freyer, un spengleriano que apoyó el ascenso nacionalsocialista y luego se readaptó en la alemana Federal. También atraído por Dilthey, Freyer fue lectura obligatoria para los estudiantes de sociología de los años 50, en la facultad de Derecho, donde estaba el Instituto de Sociología. Tecera del Franco, que fue una figura constante del peronismo, llegando a actuar como senador de ese partido, había leído en el primer Congreso de ALAS un trabajo titulado Teoría del Sindicato, en donde luego de una exposición donde el sindicalismo es entendido como una forma de vida primaria y natural en la sociedad, afirmaba que en la Argentina «se ha desarrollado y consolidado el sindicalismo como espíritu de las múltiples y bien disciplinadas instituciones gremiales que agrupa la CGT y que cuenta con millones de afiliados».

En el Boletín del Instituto de Sociología, años 40, dirigido por el propio Tecera del Franco (hasta 1966 diputado nacional peronista, luego senador menemista, y miembro activo de las derechas nacionalistas), el joven Gino Germani suele hacer diversas intervenciones, siempre prudentes, pues oblicuamente presenta sus posiciones adversas a ese oficialismo político sumado a una sociología comunitarista, que íntimamente lo horrorizaba. Así, Germani expresará en un artículo de 1950 («Una década de discusiones metodológicas en la sociología latinoamericana») la necesidad, por parte de «los sociólogos más jóvenes de hallar una base metodológica capaz de asegurar una posición más firme al momento de la investigación concreta». Aunque con pies de plomo mostraba su disconformidad con el «giro especulativo y filosófico que caracteriza a la sociología argentina» e incluso recibía con disgusto el trabajo de Plácido Horas, en el cual se intentaba defender una mancomunión de técnicas comprensivas y explicativas (tomando la terminología weberiana, por entonces novedosa) para resolver el problema del método.

Germani, hacia mediados de los años 40, es un joven estadistógrafo, hábil argumentador, conciso, aunque un tanto rústico armador de escenas teóricas y entonces funcionario de la Editorial Abril (los Civita, como Germani, eran también emigrados italianos antimussolinistas). Curiosamente, defendía la mayor vocación de investigación de la sociología brasileña – frente al «predominio culturalista» de la Argentina – y menciona elogiosamente a los profesores Donald Pierson y L. A. Costa Pinto. El primero era un importante miembro de la llamada escuela de Chicago, que veía en San Pablo la posibilidad de reiterar los temas de una sociología urbana en las sociedades industriales nuevas, para lo cual la ciudad más grande del Brasil le parecía un gran laboratorio. El segundo, un agradable personaje que sustituiría a Germani en la cátedra de Sociología Sistemática en la Universidad de Buenos Aires – invitado por éste – en 1963, y al que Eudeba 1961 le había publicado un libro no desprovisto de ambición teórica, llamado Sociología del cambio y el cambio de la sociología que revelaba una influencia del marxismo clásico bastante notable. En 1960 Germani, luego de la fundación en 1957 de la Carrera de Sociología, había lanzado la ASA, Asociación Sociológica Argentina, que nucleaba a los partidarios de la «sociología científica» contra el «especulativismo». Así lo cuenta Eliseo Verón, Imperialismo, luchas de clases y conocimiento. 25 años de sociología en la Argentina, lectura esencial para reconstruir esos años.

Pesimismo weberiano de Germani

Cuando renuncia Germani, presa de cierto pesimismo weberiano, el propio Verón -que pasaría del marxismo a la semiología y de la semiología a director de la escuela de periodismo de Clarín– se propone como director de la Carrera -aun en el edificio Cadellada de la Calle Florida al 600-, pero la ausencia de Germani pesaba mucho. Aprovechando ese vacío, los viejos sociólogos conservadores, influidos por Ortega y Gasset, como Alfredo Poviña, intentaban recuperar el terreno que Germani, con su impulsos actualizadores y no sin poca astucia, les había ganado a estos ociosos personajes que el propio Germani llamó “impresionistas” o “intuicionistas”, lo que no sería inadecuado si entre ellos no hubiera cometido el garrafal error de incluir a Ezequiel Martínez Estrada, un liberal social que derrochaba ingenio alegórico e inventor de una suerte de ensayismo kafkiano-freudiano, de inigualable valor cultural y político. El insólito juicio de Germani sobre Martínez Estrada le fue muy costoso a la Carrera de Sociología y desvió a sus estudiantes de un patrimonio cultural que es inesquivable.

Faltaban dos años para el Golpe del 66. Los futuros protagonistas de la etapa venidera, Roberto Carri y Alcira Argumedo, comenzaban a trajinar esos pasillos universitarios y eran jóvenes ayudantes de diversas materias cuyos titulares renuncian en protesta de la asonada militar llamada “Revolución Argentina”. Allí comienza otra historia, pues Onganía se sirve rápidamente de profesores de reemplazo que provienen de los cursos de cristiandad -de orientación conservadora, y de diversos profesores y sacerdotes que en la rara eventualidad de sus vidas, habían practicado estudios de sociología, dando por descontado que ello suponía una opción católica capaz de acompañar culturalmente el militarismo de capilla y comunión del onganiato. Aun en esos extraños temas de la “sociología”.

 Alcira Argumedo, la campeona de natación que se convirtió en referente de la sociología latinoamericana

 

Surgimiento inesperado de las “cátedras nacionales”

No fue así con una escasa minoría de “profesores de reemplazo” que entró a la Universidad en nombre de lo que ya eran los núcleos del cristianismo tercermundista, con pociones de izquierda avanzada, que muchas veces superaban a la izquierda ya establecida en las universidades. Los profesores nombrados en la dirección de la Carrera y del Instituto de Sociología, provenían del tercermundismo cristiano, pertenecían a las líneas de izquierda de la cristiandad y tenían simpatías por lo que ya eran las leyendas de la resistencia peronista. Uno de ellos era el sacerdote Justino O´Farrell, que luego, en 1973, entra como decano a la Facultad, llevado en andas, ante su sorpresa, por una abigarrada multitud estudiantil. Antes, luego de no pocos malentendidos, se formaron las cátedras nacionales. El nombre no alcanza a sugerir todo lo que significaron, puesto que se trataba de una inusitada revulsión pedagógica, una suerte de “Comuna de París” en la calle Independencia de Buenos Aires, no solo de una inclinación historiográfica que reemplazaba a Halperín Donghi por Hernández Arregui, a Gino Germani por Franz Fanon y a Talcott Parsons por Theodor Adorno.

Esto merece un breve comentario. En estas cátedras se hicieron diversas experiencias pedagógicas, y el tema de lo que por entonces se comenzó a llamar la “crisis de la razón occidental”, llevó a introducir en los estudios corrientes, los temas de la Escuela de Frankfurt en la Universidad, entonces ausentes, salvo en unas pocas cátedras de Filosofía. Se reactivó la lectura de Hegel -esto a cargo de Gunnar Olsson, quien era el compañero de Alcira Argumedo-, y Roberto Carri se esmeraba en criticar y al mismo tiempo retomar los temas de Eric Hobsbawn para estudiar a los “rebeldes primitivos” del Chaco. De ahí sale su Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia.

Este párrafo merece un comentario adicional. La carrera de sociología estaba en la Facultad de Filosofía y Letras. En mi opinión, su separación (encomendada por el gobierno militar de 1976 al sempiterno Tecera del Franco, pasándola a Derecho, donde había estado toda la primera mitad del siglo XX), fue un error no solo por intentar religarla a las ciencias jurídicas, sino por separarla de la filosofía y la literatura. Cuando todas estas dimensiones de los estudios de humanidades compartían una misma unidad pedagógica, es claro que Hegel era la figura cardinal del momento. La carrera de filosofía contaba con un gran profesor como Andrés Mercado Vera, titular de Filosofía Moderna. En esa misma carrera daban clases desde perspectivas latinoamericanistas Amelia Podetti -discípula de Mercado, quien a su vez era discípulo de Carlos Astrada-, y José Pablo Feinmann . Aun con énfasis diferentes, pues las cátedras nacionales eran hijas de lo que en la época se llamó el “encuentro entre marxismo y cristianismo”, no dejaban de haber frecuentes contactos y aproximaciones entre estas experiencias que eran profesionalmente heterogéneas, pero tenían inscripciones más o menos diversas en las anchas alamedas del peronismo.

Otra observación sobre el libro sobre “rebeldes primitivos” de Carri. Es que Roberto rechazaba a Hobsbawn, pero se basa no poco en él. En forma inesperada, y tentando por ser “sociológico”, el Isidro Velázquez de Carri remeda a la distancia del clásico brasileño Los sertones de Euclydes da Cunha. La defensa del “bandolerismo social” frente a los “sociólogos sarmientinos” dejó honda huella en la Carrera de sociología. El libro afirma al mismo tiempo un ensayismo social, una investigación rigurosa sobre las condiciones económicas del Chaco y un estilo de vehemencia panfletaria, enzarzado en su prosa rápida y elocuente. Carri era un hombre de izquierda cabal, se había internado en las honduras de las formas más radicales de las luchas sin perder su dúctil capacidad de reflexión y análisis de las fuerzas en pugna. Sus debates eran múltiples, entre otros, con el libro que comenzaba a leerse en muchas cátedras, antes de 1966, Estudio sobre los orígenes del peronismo de Murmis y Portantiero. Influido por las tesis de Milcíades Peña, este libro las recreaba con mayor sensibilidad académica y una demostración más atenuadas que las tesis que proponía el vehemente Peña.

Este libro era, pues, el objeto de debates de Carri, quien en ese momento no acertaba a encontrar su sujeto, por lo que llegó a vaticinar que la aglutinación obrera en sindicatos industriales era el norte de la revolución. No le duró mucho ese apresto elogioso de la UOM, que queda plasmado, sin embargo, en el libro Sindicatos y Poder en la Argentina. Respecto a la rivalidad con Murmis, Carri me contó cierta vez una anécdota graciosa. Los dos mandaban a sus hijas al mismo colegio. En un día patrio la maestra ordena correr el piano y les dice a dos padres que estaban en las cercanías. “A ver ustedes dos, señores padres, a correr piano”. Y me vi con Murmis, dirá risueñamente Carri, del otro lado del instrumento, haciendo fuerza como yo para correr el “artefacto” hacia donde nos habían ordenado.

 

Max Delupi (@MaxDelupi) | Twitter

 

Alcira

No sé cuánto dice esta anécdota sobre las opciones políticas y las vicisitudes personales, la sociodiceas, diría un sociólogo de entonces premiosa lectura, que llevan a considerar como lo social hace y deshace destinos personales. En cuanto a Alcira Argumedo, sus clases desde aquél entonces, y luego cuando nos reincorporamos a la Universidad luego de 1983, en otra Facultad que recién se creaba, (la de “Ciencias Sociales”, una conjunción que fue y sigue siendo problemática), consolidó su estilo. “El estilo de Alcira”. Este tenía varias franjas que es difícil tanto enumerar como jerarquizar. ¿Cuál está primero? Creo que hay de inicio una fórmula referida al que escucha. Escuchar es estar incluido en una historia en movimiento y nuestras libertades incluyen nuestros movimientos en los de la historia. Pero ésta, mucho más sigilosa, incluye en nosotros los de ella. Nos devuelve aumentados los que nosotros le pusimos por ventura en nuestros momentos de autonomía. Ahora bien, esa historia que conocemos en condiciones que no sabemos, ocurre en un mundo desdichado, de opresiones y ludibrios, cuyas causas son económicas y políticas. Ellas siempre tienen respaldos de un lenguaje específico que hace a la responsabilidad de personajes, textos y elaboraciones que se llaman precisamente “intelectuales”.

La intelectual Alcira, envolvía cualquier problema de determinación económica en la existencia previa de un sujeto, tanto que este supiera que transitara por unos suelos de determinación o no tuviera comprobación de ellos. Siempre “la política estaba al mando”, pero esa frase era inútil si no se estudiaban las condiciones de la existencia real bajo las cuales el oprimido se convierte en un dato más de una red de dominio mundial.

Había entonces que describir de un modo lúcido y penetrante esa red. Alcira hacía hablar a las estadísticas, los datos en su voz cobraban vida. Eran datos de los que suelen llamare duros, pero en su palabra era datos de una antropomorfía de la dominación. Todas las retículas del capitalismo, tanto industrial, financiero, informático, digital, estaban en condiciones de reunirse en la idea de “Occidente”, lo cual originaba dos problemas que en Alcira nos llevan muy lejos. Alcira solía enumerar una larga serie de símbolos culturales de pueblos arcaicos, algunos de cuya memoria posemos unos pocos y preciosos vestigios, que en miles de años que no sabríamos calcular, tenían plenos recursos de vida, conocimientos médicos, espirituales, materiales, simbólicos, que el mundo posterior, y sobre todo Occidente, no lograban ni emular ni sustituir plenamente.

Ya sea por olvido de las mejores tradiciones, ya sea por un imperio técnico que hace de la máquina una abstracción opresiva, vivimos orientados por un simulacro cultural que lleva varios siglos, que se cubre de gloria de tanto en tanto, pues tiene críticos avanzados que festejan sus Dante Alighieri y sus Balzac, porque no sus Foucault, y sin embargo, eso no pasa de ser un organismo mental y de guerra, que succionó lo mejor de las culturas que Occidente mismo extinguió y que usufructúa secretamente, a través de una tecnología avanzada que en vez de derramarse para la felicidad pública, lo que hace es lo contrario, apuntala cada vez más la vida financiera mundial, secando existencias, marchitando esperanzas..

Esta cultura de la racionalidad imperial es la que distribuye en forma desigual los bienes y los alimentos, la que crea las guerras y entontece a las poblaciones. Alcira contaba con gracia estas situaciones, que no ocultan ciertas ideas mesiánicas sobre la historia. No cabe duda de que una reivindicación de los pueblos originarios, en la que Alcira se anticipa a lo que hoy se llama decolonialismo, y su crítica radical al extractivismo, apuntan a darle un subsuelo humanista novedoso a sus intervenciones teóricas y políticas -tanto en la Universidad como en la Cámara de Diputados-, destinadas a cuestionar la falta de virtud política, la verdadera corrupción que viaja en la carlinga del capital financiero internacionalizado.

Oscar Masotta y Jacques Ranciere

Hace muchos años -desafío para los memoriosos y para los que aún no han olvidado el nombre de Oscar Masotta-, este destacado crítico cultural convertido luego en un gran representante de la escuela lacaniana, decía que las izquierdas tenían que tomar temas, cuestiones y vocablos “de las derechas”. ¿Cómo así? Masotta menciona, por ejemplo, la idea de destino. Y esta idea, más que de derecha es una idea del arte clásico de la antigüedad y forma laica de las escatologías cristianas. Si las izquierdas de aquellos años 60 parecían estar pasando un momento auspicioso, se notaba también un cuerpo de ideas que no evitaban los esquematismos, las citas rituales y los cerrojos voluntarios en su lenguaje. Se trataba entonces de fecundarla con el arte de vanguardia, con nuevas formas de comunicación popular, con recursos obtenidos de escritos clásicos que ya “los padres de las izquierdas” habían aprobado. Marx había elogiado a Balzac, un hombre monárquico que comprendía como nadie la espesura de los sectores sociales en una sociedad como la francesa, competitiva e hipócrita. Trotsky había descartado totalmente la visión de un comité literario soviético que había declarado a Dante un escritor de la “etapa mercantilista”, sosteniendo que había que observar sus valores culturales permanentes. Marx mismo escribió sobre el “eterno encanto del arte griego”.

Hoy parecería al revés. Muchos “temas” de izquierda se hallan en manos de “derechas militantes”. Jacques Ranciere ha escrito hace pocos días que “la denuncia del islamo-izquierdismo, es la última etapa de una campaña ideológica que ha acompañado el crecimiento de la criminalización, de vez en vez, hacia todas las formas de lucha por la igualdad. La Revolución Francesa se ha identificado con el Terror, las revoluciones obreras fueron remitidas al Gulag, los ideales de la Resistencia vistos solo a través de las mujeres rapadas por colaboracionismo, el antirracismo denunciado como el totalitarismo del siglo XXI, el anticolonialismo transformado en “racismo antiblanco” y el apoyo al pueblo palestino oprimido, identificado con la defensa de un “Islam terrorista”.

He aquí lo contrario de lo que pensaba Masotta. Es lo que va del pensamiento de los años sesenta a esta infausta época del siglo veintiuno. La derecha invierte todos los temas igualitaristas para identificarlos con el Terror. Es la derecha tomando temas de la razón libertaria e incluso llamándose “libertaria” ella misma. Y concluye Ranciere. “Esta permanente criminalización de toda la tradición progresista y revolucionaria, no ha sido inspirada por la “vieja derecha”. Ella se ha desarrollado en el seno de la burguesía “liberal” y de una intelectualidad “republicana” venida de la izquierda y de la extrema izquierda. Es ella la que ha elaborado la forma modernizada de la vieja canción de los ricos que dicen que toda lucha contra la injusticia social está condenada a terminar en un terror sanguinario”.  

¿Por qué recordamos estos párrafos tan actuales y trascendentes de Ranciere? La situación de Francia es en alguna medida semejante a la de nuestro país, en cuanto a las mutaciones que hubo en la vida intelectual. Para Ranciere, los nuevos estilos políticos “republicanos” franceses son mutaciones y brotes transformistas de una parte de la izquierda de los 60. No de la ultra derecha. En la Argentina, no hubo en los últimos años una derecha racialista estable, aunque ahora comienza a dar sus pasos. Pero de ahí sale una parte del aparato sensorial de los prejuicios más oscuros, y no hay que exceptuar muchos espíritus provenientes de los dorados años revolucionarios que han hecho en este mismo sumidero, sus cuentas “debidas”, incluso diciendo ahora que las Malvinas “son inglesas”. No decimos esto con ánimo de injuria ni de creernos inmunizados ante todo peligro que, al reconocerlo, antes nos hacía valientes, pero sobre un suelo a veces falso. Pero una burguesía liberal académica haciendo de su pasado una “historia fría” alza su indignación ahora contra la línea maestra de los compromisos políticos argentinos, que atravesaron varias épocas y que, por cierto, han sufrido también su transformación. Pero no su vuelco dramático poniendo todo el pasado en juego, para declararlo equivocado, absurdo o meramente melancólico. Alcira vio y supo combatir todas estas defecciones.

Armas de la crítica, crítica de las armas

En su momento, Alcira no dio el paso hacia las armas, al mismo tiempo que luego no abandonó la memoria de los que sí lo hicieron -como Roberto Carri, que puso su vida en estado de testimonio final. Alcira retomó la vida política intentando una versión del peronismo que lograra expulsar de sí mismo sus formaciones burocráticas. Imaginó, con Pino Solanas, una institución partidaria con énfasis en la cuestión ambiental, territorial y poblacional, aceptando las tesis del buen vivir, y por otro lado, se invitó a concebir en la cinematografía documental una forma paralela a los ensayo textuales que ella misma desarrollaba. Por cierto, todos los componentes de las cátedras nacionales fuimos influenciados por Solanas, y en lo posible, éramos los que dábamos a conocer La Hora de los Hornos en las barriadas populares. Pero finalmente, fue Albertina Carri, hija menor de Roberto, con Los Rubios, ya cuando todo había pasado, la que consigue hacer un relato sobre la condición de la mirada social, de la vida popular, de la investigación cinematográfica y del propio cine como un pensamiento visual sobre la historia, de modo que se pueda decir que las ciencias sociales no lo habían logrado de la misma manera en esos mismos temas. Al menos, con los alcances que Albertina le había dado a su reflexión sobre el pasado, donde el factor histórico estaba puesto como un desencaje o un desajuste. Pequeño recuerdo: Alcira, Albertina y yo asistíamos a una mostración previa de un film de Pino. En un momento se muestra la escena de un adolescente que pretende suicidarse. Al terminar la proyección, en el laboratorio Cinecolor, todos aprobamos. Menos Albertina, que tajantemente le dijo a un sorprendido Pino, “ningún adolescente haría eso si quisiera suicidarse”.

Un tema permanente del pensamiento de Alcira era elaborar un relación posible y efectiva con el marxismo, con el que no compartía su indiferencia por la cuestión colonial -en nombre de la astucia de la historia-, ni su teoría de la alienación del trabajo -porque la mercancía no es necesariamente un fetiche que recubre todo proceso de conciencia, sino que ésta puede sentirse desprendida de la coacción que emana del “tiempo de trabajo socialmente necesario” para restar de sí misma el valor de las mercancía, y diferenciarse de la alienación universal capitalista. Ya que el acto que es producto del valor-trabajo, podría ser autónomo del modo en que operaría la “conciencia pública” cuando está en juego un motivo colectivo de índole popular-nacional. Allí surgiría entonces el momento propio de la autoconciencia colectiva, y de ahí que la “plusvalía fabril” podría ser compensada en cuanto empiezan a vivificarse los movimientos nacionales, que obran en otra instancia de identificación emancipatoria. Y eso ocurre cuando se produce el desligamiento de la vida nacional de las formas de dependencia imperialistas. De ahí, la “opción por el peronismo”.

Ya sé que resumo muy enjutamente las variadas líneas de discusión que se manifestaban en las “cátedras nacionales”, que incorporaban la crítica a la racionalidad instrumental por la vía de Adorno, el europeísmo por la vía de Jauretche, de Peter Worsley y Wright Mills, gran heredero del pragmatismo de izquierda norteamericano, la crítica al colonialismo cultural por la vía de Cooke, Fanon o Hernández Arregui, y la lectura de Hegel o de Sartre, según la circunstancia o el profesor de cada materia. Algunas, muy específicamente -en mi caso, la materia Nación y Estado, cuyo titular era Justino O Farrel, el Adjunto era Gunnar Olsson y el único ayudante, el que esto escribe, donde muy marcadamente se estudiaba la Filosofía del Derecho de Hegel. De Olsson -se conservan las magníficas clases del compañero de Alcira- debo decir que era nuestro maestro hegeliano. No faltaba allí la lectura de los escritos militares de Perón sobre la guerra ruso japonesa de 1905, la guerra franco prusiana de 1871 y los Apuntes de Historia Militar, bajo el notorio influjo de Clausewitz. Esto es, de un modo bastante original, la “teoría de la guerra”, escasamente presente en la universidad, pero en esa materia era un tema esencial, como lo fue en la Antigüedad y en esencia lo es siempre, hoy con más razón.

 

Dolor por el fallecimiento de Alcira Argumedo

Alcira y la tesis de la alienación popular

Alcira le agregaba a todo esto -que solo he resumido muy parcialmente; fueron años muy vertiginosos en cuanto a lecturas y compromisos políticos-, una forma expositiva y una tesis sobre la alienada universalidad de la etnicidad europeísta. Alcira buscaba en las culturas más arcaicas, sobre todos en la de nuestro continente, en siglos muy anteriores a la presencia conquistadora de los reinados europeos, las bases de un pensamiento más rico que la racionalidad occidental. Para ella, Kant o Foucault estaba bien si se trataba de hablar de una cierta “ontología del presente”, pero fallaban en cualquier comparación que se pudiese hacer con los pensamientos éticos, antidisciplinarios o “anti dispositivos” de cualquiera de los pueblos de la antigüedad no tocados por el “Logos Cartesiano”. Sin duda, todo esto es materia de discusión, pero es el antecedente más evidente de la discusión de la que hoy se encargan los estudios decoloniales o las epistemologías del Sur. Con toda esta carga, Alcira sorprendió en una Cámara de Diputados chata y solo vehemente cuando llegaba el momento del insulto y la agresividad. Ella, con su serenidad, irónica a veces, y oradora refinada en las tribunas de la plebe, desplegaba su amor por las cifras y los datos, haciéndolos vivir dentro de una historia, de la que provenían. A diferencia de cuando se escucha a profesores y diputados mentar esas cifras como implorando ser creídas, para Alcira, un grupo de datos o una tendencia estadística, en sus discursos obraban como seres vivientes. Sembraban el camino para lo que realmente importaban. Mostrar un desastre político, humano y civilizatorio, lanzar una mirada sobre el abismo, y esbozar enseguida, no sin ingredientes mito-proféticos, el modo en que los pueblos podrían salvarse de sus desdichas.

*Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional.

Fuente: La Tecl@ Eñe

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