
Existe, según parece, en la actualidad, algún que otro argentino que ya no está en condiciones de reconocer una simple escena de clase: a ese grado de ajenidad parecen haber llegado unos cuantos respecto del ámbito de la educación. Pasan en auto o bien caminando y ven lo que ven: un grupo de personas, mayormente jóvenes, sentados en pupitres, escuchando y tomando apuntes; ante ellos, de pie o eventualmente sentada, hay otra persona, a menudo algo mayor, que les habla, que está exponiendo. Es una escena de clase, evidentemente: un profesor y sus alumnos, o una docente y sus estudiantes. Pero hay, según parece, algún que otro argentino que ya no está capacitado para reconocer eso que ve. Si no, no se entiende que vociferen agresivos, asomando la cabeza por la ventanilla abierta del auto, o enmarcando al pasar la boca con sus dos manos, su: “¡Vayan a trabajar!”, o bien su: “¡Vayan a estudiar!”. Pero, ¿cómo? ¿No advierten que, ése que ven, es docente y está trabajando? ¿Y no advierten que, ésos que ven, son alumnos y están estudiando? ¿Tan lejos les quedaron los días en los que ellos mismos asistieron a clase, como niños a la escuela primaria, al secundario en la adolescencia, o más tarde, llegado el caso, a alguna universidad? ¿A Jacinta Pichimahuida, en la tele, no la vieron, la olvidaron? ¿O los capítulos del Chavo, al menos, con el Profesor Jirafales a cargo? ¿No fueron al cine, no vieron Puan? La sociedad de los poetas muertos, al menos, ¿tampoco la vieron?
Me intrigan esos que pasan y mandan a trabajar, me intrigan esos que pasan y mandan a estudiar. No puede ser que no comprendan que eso que ven es una clase en curso: que es a eso a lo que asestan su airada vociferación. Tal vez se trate precisamente de ese mismo “mandar a”, que sea eso lo que los obnubila y nubla su entendimiento, el gustito irrefrenable de mandar o mandonear. ¿Un padre pegando un reto? Y acaso más: un jefe verdugueando empleados. El debilitamiento ideológico de la noción de lo público, su traspaso artero al lenguaje de lo privado del “yo te pago el sueldo”, fomentó en muchos la fantasía equívoca de ser dueños, patrones, empleadores, mandamases. Pegan entonces su grito destemplado desde la vereda opuesta, pegan entonces su grito arisco desde su coche de motor recalentado. Mandan a trabajar, mandan a estudiar, aun al que está trabajando, aun a los que están estudiando, ahí mismo, en ese momento.
No faltó, a todo esto, quien señalara (o se quejara, o denunciara) que dar clase en plena calle es todo un incordio, que es algo francamente molesto. Como si no supieran los docentes lo que supone tener que hablar tan largamente en plena calle o en una plaza, como si no supiesen los estudiantes lo que exige la intemperie, en vez de dar clase en un aula, en vez de tener clase en un aula. Pero de eso se trata, precisamente, ¿no lo notan los que se consternan y señalan alarmados? De eso se trata, precisamente: de exponerse y de exponer una realidad y una lucha. De hacer un esfuerzo, ya que se trata de un verdadero esfuerzo, para dar visibilidad tanto a la práctica educativa como al conflicto visceral que la atraviesa.
¿Y si es a eso, ni más ni menos que a eso, a lo que en verdad reaccionan (previsiblemente, de mala manera) los que mandan a trabajar y estudiar, cuando pasan y ven las clases públicas y se sienten en la necesidad de agraviar? Reaccionan a la visibilización, reaccionan a la visibilidad. No es que no vean: ven. Y lo que quieren es justamente no ver, no saber, no enterarse. No los mandan al trabajo ni al estudio, los mandan a la invisibilidad. A meterse entre cuatro paredes y a lidiar con lo que les toca, sin ellos tener que registrarlos. Fantasía de anulación, funciona como una especie de veto: tachadura, supresión.
Pero cuando algo en la sociedad se ve y se sabe, cuando se asume que es valioso y que importa, entonces ya no hay veto que valga.
*Escritor y docente universitario. Licenciado y doctor en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires.
*Foto: Egardo Gómez.