• 29 de marzo de 2024, 3:34
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Dios no era inmortal

Por Juan Roberto Presta


Esta vez no hubo milagro. Diego no pudo gambetearle a la muerte y su enorme corazón dijo basta. Sorpresivo para todos, porque nos creímos que Maradona era inmortal. Aunque en realidad lo es, porque los ídolos nunca mueren del todo. Como no murió Gardel, que cada día canta mejor. Maradona cada vez jugará mejor y será irremplazable.

La maldita pandemia quizás no permita que tenga un funeral como se merece, aunque seguramente una multitud estará presente igual en la Casa Rosada, para llorarlo con consternación. La misma que tenemos todos, porque Diego nos sorprendió otra vez, aunque esta para mal.

Nacido en la pobreza total, nunca olvidó sus raíces y las reivindicó cada vez que pudo. Fue el Dios del fútbol, pero también el Dios de los humildes, de aquellos a los que la vida siempre relegó, a los que siempre llegaron tarde al reparto de bienes y se quedaron sin nada.

Sus sueños de “Cebollita” se cumplieron con creces y pudo hacer felices a sus padres dándole mucho más de lo que soñaron. Diego siempre contaba que su Madre, Doña Tota por la noche decía que le dolía el estómago y por eso no cenaba, pero que era mentira, que en realidad la comida no alcanzaba para todos y ella se sacrificaba para que sus hijos pudieran comer.

Sus comienzos en Argentinos Juniors con los “Cebollitas”, el equipo infantil más popular de la historia, que cuando jugaba tenía tanto público como la primera división y después aquellos entretiempos de los partidos donde Diego hacía “jueguito” sin que la pelota tocara el piso durante los 15 minutos que duraba. Su debut en primera fue un miércoles y aunque había menos de 5 mil personas en el viejo estadio de Boyacá y Juan Agustín García todo futbolero mayor de 50 años con el que te cruces va a decir que estuvo presente. El viejo estadio, que estuvo 20 años cerrado fue remodelado y desde más de una década se llama “Diego Armando Maradona”. En su remodelación tuvo mucho que ver un político que casualmente ahora es el presidente de la República Argentina, Alberto Fernández, quien triste como la gran mayoría de los argentinos decretó tres días de duelo nacional y ofreció la Casa Rosada (sede de la presidencia) para velarlo como corresponde.

Su pase a Boca fue una revolución, porque ya había marcado 118 goles en Argentinos Juniors en 185 partidos y tenía público propio, gente que no era hincha de Argentinos pero compraba su entrada para ver en acción a Maradona. En Boca estuvo solo un año, pero alcanzó y bastó para enamorar a una de las hinchadas más grandes de la Argentina y del Mundo. Salió campeón, pero no tenían dinero para comprarlo por lo que Argentinos Juniors lo vendió al Barcelona.

Allí no se adaptó, a pesar que su técnico era nada menos que César Luis Menotti, la riqueza y la soberbia de los catalanes fue mucho para su sencillez y además, en su mejor momento sufrió la rotura de ligamentos por un golpe artero del vasco Goycoechea. De allí su pase al Nápoli, un equipo chico del fútbol italiano, pero símbolo de un sur italiano siempre postergado por el norte rico. Maradona llevó al Nápoli a la gloria y fue comparado en idolatría con San Genaro, un amor que perdurará también por los siglos de los siglos. Los napolitanos también lloran a su Dios del fútbol, tanto como los argentinos.

Un Diego que peleaba con su fama y que empezó a consumir drogas. Algo que lo persiguió a lo largo de gran parte de su vida y que recién pudo superar en los últimos años, aunque cambió su adicción a las drogas por el alcohol. Alguna vez le dijo en una nota al actor Gastón Pauls: “Sabés que jugador hubiera sido sino me hubiera drogado. A veces lo pienso y creo que hubiera sido un jugador fantástico”.

Luego de la frustración de haber sido descartado en la última semana en la selección argentina para el Mundial 78 y de no haber tenido una gran actuación en España 82, con una selección que llegaba en medio de la Guerra de las Malvinas, Diego logró su consagración total en México 86, donde demostró que era el más grande de la historia, poniéndose un equipo al hombro y logrando goles extraordinarios como el mejor de la historia de los Mundiales ante Inglaterra, aunque la FIFA en un acto demagógico le hizo compartir el premio con el mexicano Manuel Negrete, que hizo un lindo gol de “tijera” del que ya no se acuerda nadie.

Diego luchó siempre contra el otro Diego, el que quería vivir una vida común y sabía que no podía. Le abrían las tiendas a las 2 de la mañana para poder comprar ropa y siempre tenía que salir acompañado por un séquito. El Diego impuro del que hablaba el gran Eduardo Galeano: «fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable. Pero los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero»

Seguramente sus hijos reconocidos y los que faltaba reconocer, junto a sus ex esposas y amantes comenzarán una pelea por su legado económico. Pero su legado futbolístico seguirá siendo de la humanidad, eso no se podrá dividir, ni corresponder a nadie en particular, porque a pesar de los pesares: “La pelota no se mancha”.


Fuente: Liliana López Foresi

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