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El carácter ruso

Por Hernando Kleimans*


En “La guerra y la paz”, Tolstoi definía al soldado ruso preparándose para la histórica batalla de Borodinó, en septiembre de 1812, en las cercanías de Moscú, donde el ejército de Mijaíl Kutúsov prácticamente marcó el final de la invasión napoleónica en Rusia.

En las postrimerías de ese año la “Grand Armee” iniciaba su catastrófica retirada, acosada por los guerrilleros, el gélido invierno para el que no estaba preparada, la hambruna y las enfermedades.

Decía Tolstoi que el soldado ruso se preparaba para la lucha vistiendo su única camisa blanca, prolijando su aspecto exterior y poniéndose en paz consigo mismo. Sabía que lo que le esperaba era, posiblemente, la muerte. Asumía su inminencia porque, con toda grandeza, defendía su tierra.

En la otra Gran Guerra Patria, a finales de noviembre de 1941, en la carretera de Volokolamsk, a pocos kilómetros de Moscú, el puñado de defensores que enfrentaba a las hordas nazis asumía una situación similar a la de sus antepasados. “No hay forma de retroceder, por detrás está Moscú”, fue la consigna. En diciembre, los grandes mariscales rusos de la victoria, Gueorgui Zhúkov, Konstantín Rokossovski, Iván Kóniev (todos surgidos del más humilde interior ruso) arrasaron con las tropas de elite SS y los tanques de Guderian.

Perseguidos, lo mismo que en 1812, por los “partizani” y el invierno, congelados y hambrientos, los “vencedores” del Tercer Reich sólo lograron detenerse en marzo de 1942 a más de 200 km de Moscú, a la que en noviembre de ese año llegaron a mirar por los binoculares. Tres años después, el Ejército Rojo culminaba su campaña triunfal en Berlín.

Setecientos años atrás, en 1242, Alexandr Nevski, príncipe de la Rus de Nóvgorod (por entonces el embrión del futuro imperio ruso) derrotaba a los caballeros teutónicos sumergiéndolos en el congelado lago Chúdskoie. Su frase alada se convirtió en emblema de la fortaleza rusa: “Quien nos ataque con su espada, por la espada morirá. ¡Así ha estado y estará la tierra rusa!”



Eso mismo ocurrió en 1918, inmediatamente después de la Gran Revolución Socialista de Octubre liderada por Vladímir Ilich Lenin. Los estrategas occidentales resolvieron que la fragilidad del nuevo régimen soviético era tal que en poco tiempo podrían hacerse con la apetitosa presa, retornar sus confiscados dominios y sepultar, con un ejemplar castigo, todo vestigio de “libertad, igualdad y fraternidad”. Los ejércitos de catorce (¡14!) estados, incluyendo la derrotada Alemania y una Polonia que debía a la revolución su independencia del zarismo, invadieron Rusia desde el Lejano Oriente hasta Europa Occidental. Los obreros y campesinos del incipiente Ejército Rojo también emplearon tres años en liquidar la intervención extranjera respaldada por los restos del zarismo.

Como resultado de la cruenta guerra civil, el 30 de diciembre de 1922 se fundó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. A lo largo de sus 70 años de vida, la URSS consolidó el estado, desarrolló una de las economías más fuertes del mundo, derrotó casi en soledad al fascismo, conquistó el cosmos y volvió a instalar en el planeta una de las culturas más hermosas y representativas de la humanidad.

Si hay algo que el ruso no tolerará jamás es la reinstalación del nazismo y mucho menos en sus fronteras. Casi treinta millones de muertos y la destrucción total de su nación convirtieron ese sentimiento en un reflejo condicionado. La aparición de las bandas ultranacionalistas ucranianas armadas y financiadas por Washington y Bruselas y la constante violencia durante ocho años sobre el Donbass, Odesa, Járkov y todos los territorios de la “Pequeña Rusia”, el sur ucraniano mayormente poblados por rusos, hizo funcionar ese reflejo. La imagen de la artera agresión nazi en junio del 41 sobre esos mismos territorios de la entonces Unión Soviética, sigue fresca en el duelo de todas las familias rusas y es lo que, finalmente, impulsó la intervención militar.

Los tenaces y frustrados intentos por destruir a Rusia se han repetido, como se ve, desde el principio de la historia. Tienen algo en común: nunca han comprendido el verdadero carácter del habitante de ese inmenso territorio definido, por un connotado diplomático argentino, como… “poseedor de once husos horarios”… Siempre partieron del supuesto que, por razones de esa misma extensión, sus pueblos se fraccionarían, se enfrentarían entre sí y la suculenta rapiña podría llevarse a cabo con costos moderados.

Nada de eso ha ocurrido. A juzgar por lo dicho por el príncipe Alexandr Nevski, no ocurrirá jamás. Lo impedirá el acendrado amor del ruso por su tierra, su profunda conciencia nacionalista, la decidida y permanente referencia a la unidad y la cohesión interior de un país que alberga a casi 200 nacionalidades y etnias y a todas las confesiones religiosas del mundo.

Sobre esta plataforma nacional despliega el Kremlin una “astuta” política de alianzas y confluencias internacionales. A juzgar por todos los datos estadísticos y encuestas, más del 80 por ciento de la población la aprueba y la acompaña. Otra vez el pathos patriótico reflejado en los grandes acontecimientos culturales rusos de trascendencia mundial. La rusa es una de las culturas que más sintetiza los sentimientos y ánimos de su pueblo. Desde Chaikovski o Pushkin hasta el cine de Tarkovski o la Netrebko.


¿En qué basa el Kremlin su astucia? En un fino análisis de la realidad internacional. En la comprensión integral de las crisis que desgarran un sistema obsoleto y degradado como el imperialismo, con su impotencia operativa a cuestas. En la evaluación de las oscilaciones económicas que ya Kondrátiev había enunciado en su teoría de los ciclos. En las transformaciones que presenta lo que antes era la “periferia” mundial y hoy es el mundo multipolar.

A pesar de los problemas y dificultades que genera este ocaso sistémico, con sus sanciones estériles, sus descaradas provocaciones y sus arbitrarias pretensiones de dominio mundial, lo que emerge es, precisamente, ese mundo multipolar que se estructura sobre otros criterios de convivencia humana. No estamos hablando de la utopía comunista. Hablamos de un estado de nueva composición donde la inversión social sea su principal objetivo. Donde la redistribución de la plusvalía no necesite una revolución violenta sino el consenso unitario de las nuevas clases sociales generadas sobre la base de las antiguas formaciones socioeconómicas, por la acción de los nuevos medios de producción.

Es un proceso largo, complicado, con idas y vueltas como corresponde a todo fenómeno dialéctico. Es universal porque la globalización expandió y uniformó medios y formas de producción en todos los países y en especial en aquellos que son pilares del nuevo orden multipolar. La persistencia y consolidación de ese proceso tiene ahora basamento político definido en la conducta y gestión de ese nuevo orden multipolar, que se mueve en otra dimensión con respecto al viejo orden imperial.

Sin duda que Moscú comprende este proceso. Es uno de sus principales factores junto con China y la India. El monocentrismo anglosajón, cada vez más desmembrado de sus antiguos aliados europeos y asiáticos, ha intentado agredir y destruir la vinculación de estos países para lo cual, a falta de cualquier otro medio, recurre a la violencia descarada. El apuntalamiento de la decrépita OTAN, la aparición de bloques como AUKUS en el sudeste asiático o la confirmación de las casi 800 bases militares en terceros países se inscriben en el mismo plano de violencia y totalitarismo que, hasta hora, se disimulaba con velos de democracia aparente.

La mayor evidencia del fracaso de esta conducta -en concordancia con la frustración militar- la dieron aquella desdichada cumbre de la democracia orquestada con bombos y platillos por Washington y la reciente votación contra Rusia en la ONU, donde los EE.UU. no sólo no lograron la unanimidad, sino que provocaron una profunda fractura en el universo de miembros de la organización.

Ahora bien (y perdón por volver a nuestro patio doméstico). Si el mundo marcha hacia este nuevo mosaico multipolar. Si el viejo orden imperial es impotente y sólo puede recurrir a provocaciones baratas o medidas histéricas. Si nuestra natural composición económica es compatible casi exclusivamente con este nuevo orden. ¿Por qué nuestro gobierno nacional y popular se empecina en ignorar todo y en acurrucarse timorato a la sombra del garrote?

Termino con una anécdota. Cuentan que una vez alguien le preguntó a José Stalin, quien gobernó con mano de hierro la URSS por más de 30 años, cuál era su método para mantener a todos los pueblos de la URSS unidos en torno suyo. Férreamente unidos en torno suyo. El cuentito dice que Stalin pidió desplumar a varias gallinas, se instaló en un patio bajo el sol ardiente del verano georgiano y largó las aves en él. Todas casi de inmediato corrieron a refugiarse junto a sus botas. Era el único lugar donde había sombra…

¿No será el momento, la oportunidad, el punto de inflexión histórica para corrernos de al lado de las botas y buscar lugares más frescos y favorables fuera de ese patio y lejos de ese despótico ordenador?

*Periodista, historiador recibido en la Universidad de la Amistad de los Pueblos «Patricio Lumumba», Moscú. Especialista en relaciones con Rusia.
Fuente: PIA Global

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