• 4 de julio de 2025, 4:39
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La Europa impotente, el coste de ser un actor secundario

Por Lic. Alejandro Marcó del Pont



Europa, antiguamente centro del poder global, se ha convertido en un espectador impotente en un mundo cada vez más dominado por la “antidiplomacia” de las grandes potencias. Los recientes acontecimientos políticos y económicos no hacen más que confirmar un diagnóstico crudo pero ineludible: el Viejo Continente ha perdido su capacidad de influencia estratégica, atrapado entre la guerra comercial de Estados Unidos y China, y reducido a un mero pagador de facturas ajenas.

El concepto de antidiplomacia, tal como lo describe un reciente análisis en Asia Times, es clave para entender el nuevo orden internacional. La política exterior europea ha degenerado en una farsa de gestos retóricos. La Alta Representante de la UE para Asuntos Exteriores -Kaja Kallas- emerge como símbolo de una diplomacia de apariencia. Europa, en este escenario, no es un jugador, sino un tablero.

En la segunda presidencia de Trump se ha instaurado un patrón: Washington marca la agenda, Pekín se adapta y Bruselas cede. Lo que emerge es un orden bipolar donde Europa se ha relegado al papel de financista y animadora. Mientras Washington y Pekín libran su batalla por la hegemonía tecnológica, militar y comercial, Bruselas se limita a reaccionar con declaraciones tibias y medidas tardías que confirman un patrón: Europa anuncia doctrinas, denuncia a China, exige a Estados Unidos y, al mismo tiempo, carece de fuerza para implementar cualquier amenaza.

En ese breve periodo, Washington ha incrementado hasta 50 % los aranceles sobre productos europeos, no solamente por motivos arancelarios, sino como una herramienta de presión estratégica. Además, exige que la OTAN eleve sus gastos al 5 % del PIB nacional, un monto superior al mínimo recomendado originalmente alrededor del 2 %. Lo grave no es simplemente la factura económica, sino el mensaje político: el orden transatlántico está cediendo al unilateralismo abierto.

El argumento del incremento de aranceles no responde a criterios puramente económicos, sino estratégicos, siguiendo una lógica en la que el comercio vuelve a convertirse en herramienta de dominio hemisférico. Esta lógica coloca a Europa como zona de gestión para el proyecto geopolítico americano. En la práctica, el arancel es una palanca que obliga a los europeos no solo a aumentar gasto militar, sino a alterar sus cadenas de valor, sus alianzas, sus incentivos comerciales.

Europa se encuentra frente a una coacción de múltiples frentes: económica, política y militar. Washington no solo impone aranceles; demanda gastos del 5 % del PIB en defensa —una cifra no alcanzada por ningún Estado miembro— al mismo tiempo que ofrece subsidios agresivos a su propia industria, afectados en su equilibrio competitivo. En ausencia de una respuesta contundente, la UE se expone a la erosión tanto de su tejido industrial como de su autonomía estratégica.

Este desequilibrio opera también en el discurso político. En contraste con Trump, China hace una transición suave: ajusta barreras, negocia silenciosamente, aprovecha el peso regulatorio para avanzar donde Occidente flaquea. Europa por su parte, está siendo empujada hacia una mayor carga fiscal, industrial y estratégica sin contrapartida real en nivel de poder.

A nivel europeo, los impactos ya se sienten. Cadenas de valor alteradas, industrias abocadas a la precarización por el acoso arancelario, sectores altamente sensibles (automotriz, agroindustria, maquinaria) en posición de vulnerabilidad. Si bien Estados Unidos ha recurrido a subsidios para mitigar los efectos en su interior, Europa carece de recursos comparables para sostener a sus sectores estratégicos. El resultado es la erosión del empleo, perdida de energía y la reducción de capacidad de inversión, justo en un momento decisivo de transición industrial y tecnológica.

No es solo un problema de precios, sino de autonomía económica. Los cautivos de la guerra comercial no son los grandes corporativos, sino las pequeñas y medianas empresas cuya supervivencia depende de acceso a mercados globales. Y cuando Europa se ve obligada a aumentar el gasto militar para adentrarse en el ámbito compartido con Estados Unidos, debe decidir entre gastar en seguridad o sostener la inversión verde, digital o social.

Esa deriva no es solo geopolítica, tiene graves consecuencias materiales. Fuerza militar insuficiente, dependencia energética y de minerales críticos, sostenibilidad industrial, enfrenta riesgo de deslocalización ante amenazas arancelarias estadounidenses o expansión reforzada china. Las empresas y sectores europeos, ante la hostilidad externa, padecen desinversión, fuga de capitales y pérdida de competitividad. Y en la esfera democrática, surgen dilemas serios: ¿hasta qué punto Europa tolera que sus estructuras sean rehenes de intereses foráneos?

Asimismo, se abre un debate sobre el modelo de la Unión: ¿pagar más por armas estadounidenses?, ¿ceder soberanía estratégica?, ¿poner en riesgo valores fundamentales por intereses económicos inmediatos? En vez de encarar esa discusión en serio, Europa evade: lanza declaraciones, intenta sancionar, pero no integra esa estrategia en un propósito geopolítico sólido.

Mientras Washington cede ante Pekín en un  acuerdo sobre tierras raras, Von Der Leyen lanza una nueva ofensiva contra China sobre el mismo tema como si el acuerdo nunca hubiera existido, mostrando una exhibición de servilismo bien organizado. En su discurso ante el G7, Von Der Leyen pregonó la firmeza, ignorando las verdaderas vulnerabilidades de Europa. Acusó a China de «armarse de tierras raras» mientras Europa depende de ella en un 99%. La política europea hacia China revela la fase terminal de la dependencia: hostilidad sin influencia, coordinación ni estrategia final. Todas las medidas, desde las restricciones al 5G hasta los aranceles a los vehículos eléctricos, se originaron en el manual de Washington, fotocopiado por Bruselas y rebautizado como autonomía europea.

El caso de Friedrich Merz es más escandaloso. En su primer discurso sobre política exterior,  repitió una y otra vez  la idea de un «eje de autocracias», agrupando a China, Rusia, Irán y Corea del Norte en una amenaza indiferenciada, mientras la industria automotriz alemana se pregunta quién habla en su nombre.

Trump, a diferencia de sus homólogos europeos, aplica un enfoque brutal pero coherente hacia China. Valora la fuerza, no la adulación. Xi jamás cedió. Cuando Washington intensificó la situación, Pekín respondió con represalias precisas, no con declaraciones. Una maniobra burocrática reforzó el control de China sobre las tierras raras y obligó a la Casa Blanca a recalibrar sus políticas. Así funciona el poder, algo que Europa se niega a aprender.

Fuente: El Tábano Economista

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